IV
La última vez que pasé por mi casa de Galerías supe que finalmente todos mis fantasmas habían muerto. Ya no los oía llamarme tras esos cambiados muros y esa puerta cerrada para siempre. Todavía hasta hace un par de meses sentía la presencia de esa casa habitándome y poblándome con sus recuerdos. Casi podía sentir el calor exacto de la luz del sol a las nueve de la mañana colándose desde el techo del patio y calentando mi espalda luego de la ducha. El sonido de los tacones de mis tías bajando por las escaleras en L para ir al trabajo, parecido al de la carrera apresurada de las mirlas recogiendo migajas y ramitas antes de levantar el vuelo. El fascinante entramado de tablas de madera del segundo piso, donde pasaba horas enteras acostado boca abajo, desvaneciéndome ante la mirada del abismo que se abría entre sus rendijas. El olor a cierta torta de pan, leche y bocadillo que Abue solía hacer en un molde circular, y luego fue olvidando la receta y finalmente un día me dijo que jamás hicimos esa torta en esta casa. El latido en el pecho de mi perro Dandy que era para mí el sonido más bello del universo, como el de una pelota que rebota infinitamente en un patio vacío, porque en ese latido estaban las fuentes del parque Simón Bolívar, las calles inundadas de sol y sombras que iban desde el coliseo el Campín, Nicolás de Federmán y Pablo VI, hasta la biblioteca Virgilio Barco. También está el cuarto donde mi abuelo Alberto alcanzó a darme un abrazo de cumpleaños dos días antes de morirse. La sala del comedor y sus paredes de retablos de madera y amplias ventanas, que fue el escenario de tantos matrimonios, cumpleaños, primeras comuniones y despedidas en el álbum familiar. La última vez que hablé con mi abuela por teléfono, yo vivía en mi casa de Chía y ella estaba muriendo al otro lado de la línea, en su cuarto en la casa de Galerías y la acompañaba mi mamá y mi perro Dandy. Recuerdo que esa noche, yo escuchaba a bajo volumen No line on the horizon de U2 y tenía plena conciencia que era la última vez que Abue y yo íbamos a conversar en este mundo. Hablábamos como si nos fuéramos a ver al día siguiente y repetía constantemente y en desorden “Luis A buenas noches, buenas noches Luis A, que tengas buenas noches Luis A, Luis A buenas noches”, como si al fin su mente se hubiera perdido en un pequeño laberinto del que jamás podría salir. Al cabo de unos minutos de la repetición, colgué. Hasta los fantasmas mismos se terminan muriendo de olvido, como plantas secas en una casa vacía. Cuando ya dejan de hablarnos en nuestros sueños, cuando sus fotos se hacen blancas e invisibles por la luz, cuando regalamos o botamos sus últimos tesoros en vida porque ya estorban en la nuestra, una colección de calcomanías, un saco viejo, unas cucharas quemadas o unos libros secos. Mis fantasmas también se están muriendo como si nunca hubieran existido, como charcos de agua que se evaporan con el sol de la mañana. Ya cuando paso por la casa de Galerías no siento el latido de sus fantasmales corazones ni tampoco me inundan sus voces fabricadas con sus pulmones hechos de humo y melancolía. Son como globos quedándose sin aire y asomándose a su segunda muerte.
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