AUTORETRATO

I

“Lucho, voy a contarte algo que pasó hace muchos, muchísimos años allá en Yarumal, Antioquia, pero me prometes que no le vas a contar esto ni a tu mamá ni a tus tías, porque me regañan si saben que te estoy contando cuentos de miedo”. Así me hablaba mi abuela Ana esa tarde ya hace mucho más de treinta años, con una voz clara y llena de acento paisa, como revelándome un profundo secreto y marcando para siempre el momento definitivo de mi existencia. Ese primer relato de miedo que supo llenarme de asombro y de escalofrío, poblando para siempre la oscuridad de mi cuarto con las escarpadas montañas del corazón antioqueño, de caminos y trochas a paso de mula donde jamás descendía el calor del sol, de casas derruidas de madera que fueron quedando vacías con la migración de la colonización paisa y de gigantescas fincas de las que se contaban las más extrañas historias y nadie quería visitar.

No hay día que pase donde no te recuerde, abuela Ana; vos estás más cerca de mi corazón que la sombra de mis pasos. Cada día riego una planta de flores moradas con tu nombre grabado en tiza blanca. “Esta es la historia de un tío que con su sobrino y un amigo se fueron caminando de Yarumal hasta la Loma Hermosa. Las montañas de mi pueblo tenían las tres F, feas, frías y faldudas. Y así se fueron caminando hasta terminar en lo más profundo del bosque, haciéndose oscuro a cada hora. Hasta que llegó la noche y los tres hombres supieron que estaban perdidos y no tenían a donde ir”. No pasaba tarde con mi abuela en que no jugáramos parqués, en una mesita al lado de la ventana. Todavía recuerdo ese retablo de colores amarillo, verde, azul y rojo. A ella le encantaba jugar con las rojas y soplaba esos dados con una fuerza enorme. Qué suerte tenía Ana, siempre sacaba el 5 y 6, el 4 y 4 y a veces el 6 y 6, y aplaudíamos felices los dos. Desde la ventana se veían los Cerros Orientales que para mí eran un reflejo pálido de esas montañas taciturnas e inmemoriales de Antioquia. “Los hombres ya estaban cansados de cargar sus alforjas porque iban solos y no tenían mula que les cargara nada. Imagínate Lucho que eran ya casi las 12 de la noche, cuando el sobrino vio una pequeña luz a lo lejos. ¿Te imaginas una luz encendida en medio de un bosque oscuro? Y hacia allá caminaron, porque quedarse caminando a esa hora era muy peligroso, por los tigres, pumas y los animales de monte que salen en la noche. Además de los espantos y las brujas, pero no le vayas a decir nada de esto a tu mamá y a tus tías”. A la fecha no recuerdo emoción más intensa que la de escuchar la voz de mi abuela, contando una historia, como una niña envejecida que va soltando un secreto por partes. Mi abuela Ana fue mi gran amiga de la infancia y cuando la abrazaba era abrazar la vida misma, porque en ella estaban las raíces y los días por venir. “Cuando llegaron allí, era una casa vacía y lo que brillaba era una botella rota con el reflejo de la luna llena. En esa época, mijo, la gente construía casas con la leña del bosque, a veces se establecía con sus familias y otras se iba por ninguna razón aparente. Esta era una casa vacía en lo más profundo del bosque. Estaba construida con madera rústica, casi con los leños mismos y se notaba que hacía años nadie vivía en ella. El tío y el hijo tenían algo de miedo de entrar, pero el otro amigo que era un caza fortunas y mujeriego, los animó a entrar, porque era eso o dormir a la intemperie. Y por eso se quedaron a dormir allí”. Hay instantes que duran para siempre y de los que no salimos nunca, como si hubiéramos entrado a una habitación de la memoria y nos encerráramos allí. Las pecas de sol en las manos que siempre me ponía la abuela en las mías para decirme que las suyas estaban frías; ese cabello platinado y suave que me encantaba peinarle antes de dormir; ese cansancio de haber sido la madre de dos hombres y seis mujeres, y la soledad de haber quedado viuda de mi abuelo Alberto en el 81. “El tío le dijo a su amigo que se quedara abajo con su sobrino, que iban a rezar el rosario para que los protegiera de todo mal y peligro, porque el bosque es traicionero. Pero no, mijo, el amigo se rio y dijo que él prefería quedarse arriba a mirar desde las ventanas a ver si pasaba alguna muchacha hermosa a esa hora. ¿Qué mujer hermosa iba a pasar en la noche? Y así fue que se durmieron en esa casa abandonada del bosque, el tío y el sobrino abajo mientras rezaban el rosario, y allá arriba el amigo a tomar aguardiente y a mirar por la ventana”. Y así, con las últimas luces del atardecer sobre las montañas y los postes del barrio que iban iluminando su titilante luz de neón, mi abuela y yo seguíamos jugando parqués, mientras regresaba mi mamá de Artesanías y mis otras tías de sus otros trabajos, del Banco Cafetero, del Ganadero, de Avianca, de Carvajal y de otras, como una pequeña familia paisa acostumbrándose al ritmo de la gran ciudad.

– ¿Te imaginas lo que les pasó a estos tres patojos, Lucho?

– No, abuela, ni idea.

– Ya vas a ver, mejor sigue tirando esos dados a ver si terminamos la partida.

“Serían las tres de la mañana, cuando el sobrino se despertó porque sentía que algo líquido le estaba cayendo en la cara. Tío, tío, algo me está cayendo desde arriba. Y el hombre prendió un fósforo y vio la cara casi roja del sobrino. Vio que era sangre antes de quedar en la más profunda oscuridad. Temblando de miedo, prendió un segundo fósforo para darse cuenta que caía desde arriba, del segundo piso, donde había ya un creciente círculo rojo en el entramado de madera. Con un suspiro ahogado llamó a su amigo. Nadie le respondió antes de volver a hundirse en la oscuridad. Un tercer fosforo. Subiendo paso a paso por la desigual escalera que iba del primer al segundo piso, mijo. ¿Se imagina el miedo del tío y su sobrino? Es que en esa época pasaban muchas cosas raras en el bosque y se desaparecía la gente como si nada”. Yo amaba ese momento de la historia, en que mi abuela sabía que me tenía boquiabierto, habíamos olvidado prender la luz de la habitación y todavía tenía en vilo los dados en mi mano. “Entonces cuando el tío estuvo en el segundo piso, escuchó unos gruñidos y bufidos como de algo comiendo carne dura, y prendió el último fosforo. Cómo le dijera, mijo… Era una cosa gigantesca y absolutamente llena de pelo la que se estaba comiendo al amigo que estaba ahí tirado en el piso”. ¿Y qué pasó, la cosa esa se comió también al tío y al sobrino? Y ya como si no le interesara más el cuento a mi abuela, me decía con desgano… “No, ellos alcanzaron a salir corriendo de la casa y empezaron a rezar el rosario hasta que desapareció el monstruo que iba tras ellos”.

Pasaron los años y cada vez que visitaba a la abuela Ana, aun siendo adulto, le rogaba que me contara ese cuento, así como quien quiere recuperar una oscura primavera de años atrás. La sensación de ese bosque lejos del pueblo, la oscuridad y el vértigo, la casa abandonada y la vaguedad del monstruo. Ese miedo, ese asombro, ese respeto por la oscuridad, no me abandona. No hay día que pase donde no te recuerde, abuela Ana; vos estás más cerca de mi corazón que la sombra de mis pasos.

Y hay tardes en las que creo escuchar cómo todavía caen los dados sobre la madera, quebrando el silencio de mi casa.

 

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