III
Los recuerdos más antiguos de mi vida están en mi Colegio Refous, el del eterno campanario. Todavía no puedo pasar cerca de un almacén de muebles sin sentir que ese olor seco y amargo del aserrín bajo la lluvia me regresa inmediatamente a la carpintería del Refous, lleno de maderas botadas y unas mesas rústicas, ubicado en perfecta diagonal al campanario de ladrillos y aterradoramente cerca del salón de profesores. Nunca podré decir que fui bueno con la madera, mis manos son de una inutilidad asombrosa para el trabajo manual. Una vez literalmente casi me serrucho una pierna por mirar pasar a mi adoración infantil de ese entonces, a Paula Jimena Matiz, la más bella combinación de cabello rubio castaño con unos brillantes ojos de almendra pasando indiferente como un ave dormida en pleno cielo.
Cerca del parqueadero había unos salones de color piedra pintados de amarillo, agua marina o blanco hueso, con sus tejados a doble agua de madera o teja. Entre esos salones había un entramado de caminos de piedra primitiva en cuyos recovecos crecían algunas plantas de hojas verdes y oscuras con pequeñas moras amargas y silvestres. Amo ese olor a mora amarga porque es el olor mismo de la soledad. De esa soledad pura que siente el alma desde la infancia como un destino, como el ruido del mar que anima al río a llegar a él.
Y las montañas pobladas de oscuros pinos y verdes árboles, levantándose más allá de la cancha, de los campos de cultivo de rábanos y lechuga y mucho más allá de los amarillos salones de primaria. Allá estaban las montañas de Cota. Adustas, brutales y oscuras cuando cae la tarde, que las imaginaba habitadas por espantos y horrores que levitaban sobre ese entramado de hojas secas y musgo primordial. Majestuosas, bellas y dulces en las horas del amanecer, donde brillaban sus árboles altos con las primeras luces del sol. Cada día mi mirada estuvo en las montañas de Cota, sin importar el salón o el puesto donde estuviera en cada año. Algo en ellas me llama.
En el centro de todas mis memorias del Refous, está la de un hombre alto, cabizbajo, de cejas pobladas y voz con acento francés que hablaba fuerte y preciso. Monsieur Roland Jeangros, un verdadero genio del espíritu humano. Mi mamá, en ese entonces, trabajaba en la Cámara Colombo Suiza, y sabiendo de antemano las raíces de Monsieur, anualmente le enviaba un calendario enorme con los mejores paisajes de Suiza, incluso lo siguió haciendo cuando ya no estaba en el colegio. Frente a las personas que verdaderamente admiras, debes tener cierta distancia, cierta perspectiva, como esos cuadros impresionistas que sólo entiendes su belleza en la lejanía. Nadie comprende a Joseph Turner en la cercanía, de frente son apenas trazos secos en un cuadro amontonándose unos sobre otros, pero de lejos son la epifanía, el aliento mismo de Dios nombrando la Creación en un suspiro ahogado. Cuando pienso en el rector del Refous, mi colegio, mi eterno colegio, en lo mucho que él significó y continúa significando en mi vida, siento algo parecido a la terca alegría de un cabo de vela que supera con su luz a la amplia noche. Roland Jeangros, viejo sabio, dulce ogro, no te imaginas cuánto te pude admirar y querer desde la distancia.
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