AUTORETRATO

VI

Hay algo que me enamora de las casas viejas. Esos muros muertos saben contar historias y entre sus sombras, cuando decae la tarde, anidan los fantasmas, como mariposas chapoleras que prefieren la noche y evitan la luz. Siempre hay algo que se ha perdido para siempre en esas casas vacías, un juguete entre las rendijas de sus pisos, un anillo o algo sin valor en las aguas del pozo de lavar la ropa, hay un arañazo en una madera que quisiera contar su propia historia. Uno de mis mayores pasatiempos era caminar por las calles de los barrios de Galerías, de Santa Marta y Nicolás de Federmán, y dejarme ir por las calles sin ninguna intención, como dejándome llevar por el agua y el asombro hasta encontrar alguna casa vieja. Me detenía largos instantes ante sus jardines secos y sus ventanas a rombos, como embebido de fascinación y de espanto, casi conteniendo la respiración frente a la mirada que el abismo me devolvía desde cada casa. Recuerdo que en la 55 con 21 siempre una anciana solitaria me saludaba alegre desde la ventana del segundo piso y yo le sonreía desde abajo. Durante años nos saludamos hasta que un día dejé de verla. Jamás supimos nuestros nombres ni cruzamos una sola palabra. Pienso que el dolor es lo único que nos iguala en la vida, lo que nos hermana a todos y nos hace sentir que caminamos al mismo compás hacia una noche infinita. Yo siento el dolor de las casas viejas cuando son arrancadas del mundo y reemplazadas por vulgares edificios nuevos que son idénticos en todo, en sus fachadas, en sus mamposterías, en sus terrazas y en cada detalle, como fotocopias de una misma mediocridad, sin historias que contar, carne hueca de alma, como nidos inventados para que el vacío los habite. En cada esquina veo las casas viejas demolidas como osamentas secándose bajo el sol, con los muros desnudos al fin y ahora cubiertos de grafitis, con los marcos sin puertas como cuencas vacías y las vigas sin pisos ni tablas, un inmenso cráneo negro y sin pensamientos. Y ahí, detrás de las paredes quebradas están los fantasmas, los verdaderos dueños de la ciudad, algunos en familia y otros entre desconocidos, tiritando de frío cual estrellas de invierno, mirando aterrados el cielo ceniciento de Bogotá y desvaneciéndose como los últimos globos de una fiesta olvidada.

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