AUTORETRATO

VIII

Te quiero contar algo de los días en mi desierto personal, porque el desierto es un lugar físico y también una metáfora de la soledad. Joseph Conrad decía que nacemos como soñamos y dormimos: solos, absolutamente solos. Tal vez lo primero que debo agradecer es la presencia de las rosas. Nunca las había amado tanto como ahora. Vi en ellas el nacimiento de la belleza, la madurez y el silencio de la vejez a medida se deshojaban, como despojándose de pétalos pesados y a veces innecesarios. Las encontré hermosas en cada instante y cada día que sobrevivían era como una pequeña victoria contra el paso del tiempo. Voltaire, un escritor francés, reflexionaba que cuando él era joven esperaba que le trajeran rosas, y que finalmente en su madurez prefería cultivar su propio jardín. Eso me da pie al segundo agradecimiento: mi soledad, mi propia y deseada soledad. Nunca la había encontrado tan grata, como un bosque fresco de eucaliptos donde sientes los ríos subterráneos desembocando en tus venas y arterias, compartiéndote el aliento mismo del universo. Constantemente queremos ahogar nuestra soledad, envenenándola de tecnología, sofocándola de muchedumbre, agobiándola de tareas y de tiempos por cumplir. “Leave my loneliness untouch”, como escribía mi amado Allan Poe. Siento que en la soledad mi alma canta, y es un canto de ruiseñor. Aquí comienza mi tercer agradecimiento y el más profundo de todos: volver a escuchar la voz interior de mi alma, despoblada de otras voces. Siento nuevas palabras y pensamientos latiendo en mi corazón. Tantos años escuchando a otras personas van debilitando ese sonido original, ese llanto y esa urgencia con la que naces, hasta cansar la voz de tu alma y volverla un murmullo inaudible y casi muerto. Pero estos días he sentido, como no había sentido en muchos años, la voz de mi alma, así como cuando escuchas el oleaje y ni siquiera has llegado a ver el mar.

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