De toda mi obra, casi con seguridad las brujas constituyen el ser más oscuro, aterrador, cruel e infame de todos, porque hay algo profundamente humano en ellas.
Aparte de su componente monstruoso, porque han estado en contacto con esferas de conocimiento inasibles, la humanidad que reside en mis brujas las hace doblemente más peligrosas y agresivas, porque conspiran abiertamente contra las personas y se solazan con la miseria y la tristeza.
Sin embargo, para mí hay una gran diferencia entre la bruja de ciudad y la del campo, son casi dos seres distintos en su comportamiento. La primera todavía está emparantada con el desorden social, la suciedad de las calles y el caos del progreso. En cambio, la segunda se ha convertido en una suerte de semidios de la naturaleza y el folclore, más pagano, poderoso y misterioso aún.
Aunque al margen de todas estas apreciaciones artísticas, hay algo en aquellos relatos de brujas que me sobrecoge profundamente, porque me remontan a la más pura tradición oral antioqueña. Mi abuela me contaba cuentos, de bosques encantados, de casas vacías y de brujas en los árboles, que me resultaban verdaderamente emocionantes. Ahora que soy adulto he querido recobrar ese sentimiento dividido entre el terror y la adoración por la oscuridad. He querido expresarlo por medio del arte, pero siento que todavía no lo he logrado recuperar, sentir y expresar con la exacta claridad de cuando era niño y escuchaba esos relatos con la seriedad de quien escucha las noticias en la radio.
La lluvia susurrando una palabra en la oscuridad del patio. Unos pasos desorganizados sobre las tejas del techo. La yema negra escurriendo de las cáscaras de los huevos. El tintineo de unos largos dedos en la ventana de un cuarto vacío. Una mirada larga desde las ramas de los árboles en el parque. Un gato bizco devorando lentamente a una mariposa chapolera.
Cuánto quisiera por ser niño otra vez y escuchar un relato de mi abuela Ana, para sentir la emoción del miedo entrando por primera vez a mi corazón.