Muertos vivientes

Un muerto viviente siempre es algo que se resiste a morir.

Es un inmenso dolor que se niega a encontrar reposo y termina diluyéndose entre la multitud y la ausencia de identidad. Verlos caminar con sus carnes abiertas como odres y los huesos secandose bajo el sol, es apenas una metáfora misma de nuestras propias heridas abiertas caminando sobre la carne viva.

¿Cuántos duelos no llevamos por dentro y cuántas conversaciones sin concluir? Son hordas, tantas como los mismos muertos en el insomnio de las calles.

De alguna forma u otra, cada día estamos muriendo y deshojándonos con el viento del atardecer. Una larga fila para tomar el bus de regreso a casa. Las autopistas llenas de carros con las luces altas como si fueran almas en pena. Los anaqueles atiborrados de libros que nunca alcanzarás a leer. Las veces que te fotografías ante el espejo como sorprendido de estar vivo. Las playas cubiertas de turistas ante la soledad del mar. Los dolores del cuerpo a los que ya te acostumbraste y definen tu existencia. En realidad, nosotros somos los muertos vivientes.

Probablemente es mi ser de pesadilla más amado, el muerto vivo porque me emociona, artísticamente hablando, tanto en su soledad de atardecer como en su pluralidad de basura flotando en el mar.

Los veo en hordas, como borregos o como nubes, atravesando las praderas de mis sueños, pasando a sangre y fuego mis ciudades soñadas, siempre sonriendo y con los ojos abiertos, como inocentes luciérnagas que no comprenden que con su luz también traían el infierno mismo.

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