LA HIDRA

Dos poemas de magias menores

I

 

En el decurso de esta noche, lenta e irrevocable,
En su destino de bestia forjada con sombra y silencio,
De animal condenado a diluirse en el furioso oro del amanecer.

En esta noche agradezco a Dios las sutiles y exactas magias
Que modesto añade a esa magia mayor que es el universo.
No al frío dios de Aristóteles ni al innombrable dios de Moisés.
Tampoco al dios de amor de Pablo, arduo como jornada al sol.
Mi triste y vacío dios es el soñado por Einstein,
Que dicta formas irrepetibles en el agua y geometrías nuevas en los incendios.

Agradezco a ese dios, parecido a mil judíos o becerros de oro,
Que existan humildes que prefieran la amistad para no errar en el amor;
La anatomía de la mosca, brusca y compleja como Bach;
La soledad compartida de quienes temen hablarse;
Las palabras de Cristo, anteriores a toda piedra y que sobrevivirán al fuego;
Los espejos contra la pared o velados por sábanas;
La batalla que el verso y la enciclopedia ignoran;
La batalla en que se mata y muere para merecer el olvido;
Los átomos de estrella muerta que son tu boca, ajena como noche;
La mujer que me niega su amor para obligarme a trazar este poema.

 

II

 

Ingenuo yo, creyendo agotar las páginas de Aristóteles
Y las formas precisas de la rosa, exacta y terrible como cifra.
Ignorando que el griego y el rojo son una misma palabra para Dios,
Una palabra del tamaño de una música o un atardecer.
El árabe Abenabas imaginó un paraíso no de objetos, sino de palabras.
El judío sin nombre ni tiempo que escribió la cábala,
Supuso que cada piedra invocaba un ángel, una cifra y una palabra.
El Islam advierte que tras el monstruo de la luz, está la Palabra.
¿De qué me sirven estas felicidades de bibliotecario,
Cuando muero por una palabra tuya?
Una simple palabra que desborde el caudal de mis noches,
Como un furioso amanecer – violenta luz que rasga el sueño.

 

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