LA HIDRA

El salvador del fuego

Al atardecer me inclino solitario sobre la arena,

Como un indio sioux atento a la estampida de los búfalos,

Para escuchar el rumor del río de la noche y el tiempo,

Arrastrando entre sus negras aguas, caminos y nostalgias, rostros y voces.

Arrastrando entre sus negras aguas el recuerdo de mi ciudad lejana.

Como alguien muerto recordando en desorden su vida pasada.

Antes de partir, quise llevar mi casa a cuestas para guarecerme

De esta soledad del tamaño de un atardecer en la llanura.

Quise llevarme mis calles, el lodo y las piedras que son mi infancia y destino.

Los pájaros que ignoro pero que dan voz al amanecer.

Quise llevarme a mi familia y mis amigos, a mis tierras, caballos y vacas,

Y a quienes no conozco, pero que son mi pueblo, cotidianidad y universo

Que no tiene más cercas y muros que noches y amaneceres.

 

La metralla de unos cuantos no me permitió semejante gracia.

Camino a la selva y al exilio, miré por última vez la lluvia cayendo

Sobre los tejados de estas casas, pobres y antiguas como el hambre y la guerra,

Escurriéndose entre las calles que ya jamás habré de pisar

Y los rostros que ahora descubro más hermosos que estrellas sobre el agua.

 

La memoria es el hombre mismo y su única huella es la palabra.

Cada una de esas pequeñas tragedias de pueblo,

Tan íntimas como nuestras manos o nuestros sueños,

Me permitía escribir un verso.

En esas líneas están todos los rostros de mis vecinos,

La risa de mis hijos, las formas de la lluvia en el tejado,

La piel de mi mujer y su mirada,

El grito de los pájaros y las bestias,

El cambiante cielo, las piedras y su destino de ser polvo.

 

Ahora todo es ceniza.

No sé cuál pertenece a una iglesia, una taberna o un amigo.

El incendio es el olvido mismo

Porque todo lo confunde antes de entregarlo a la nada.

Las llamas no alcanzan la memoria ni las palabras.

Este poema es mi raza, mi pueblo y mi mujer.

Ellos estarán a salvo del fuego,

Mientras sepa recordar este poema en cada atardecer.

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